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Sobre Una, dos comadrejas de Matías Moscardi.

Por Óscar Orellana

En Tras el Cristal (1987) film de Agustí Villaronga, el pequeño Ángelo le dice al viejo Klaus: “Hace un hermoso día afuera”, pero el contra plano sólo nos deja ver a una mosca sobre el cristal oscuro de una lámpara. Primerísimos planos de una mosca transitan sin vínculo alguno con la narración. Ángelo se desnuda y comienza a leer los informes de Klaus -un doctor nazi- sobre las torturas al las que sometía a los niños en los campos de exterminio, todo esto, mientras se masturba hasta eyacular sobre el rostro de aquel hombre, ahora paralítico. Un hombre encerrado al interior de un gigantesco pulmón mecánico.

En Una, dos comadrejas (VOX, 2010) conformado por dos partes: Carpenter y Madrecita Pelada, Matías Moscardi (1983) sorprende por una perturbada serenidad, por un sutil sentido de lo opaco y una admirable preocupación por el lenguaje, que golpea fuerte a quien se adentra en él. Moscardi no escribe, fabrica una autopsia: “fuera de la luz grisácea las cosas parecían cadáveres en agua” o aquí, en esta vaguedad flotante, malévola, cuando declara: ”el sonido
 de lo primero que alguien mata en su vida,
 se deshace en la velocidad todo lo quieto”.

Al igual que Villaronga, su sensibilidad parece siempre excitada por un mundo donde lo reprimido regresa amplificado, monstruoso. Las palabras se pasean dentro de un paisaje brumoso, enfermo: “después te inyectamos aire en el pecho, para que sientas dolor todos los días, en todo momento, incluso en la felicidad”. La operación que ejecuta resulta fascinante; los poemas avanzan acariciados por algo insano que nunca se alcanza a vislumbrar del todo. De un resplandor fumigado como “una tumba transparente que se prende y se apaga” o bien “el ruido adentro del silencio”.

Aquí también -como si tratase de una pequeña película de horror doméstico- hay primerísimos planos de una ternura envenenada, cruzado por una especie de largo travelling pervertido de una extraña belleza. Belleza tratada con pasión de coleccionista; quizá para mayor claridad sería justo decir: de un coleccionismo viciado, hacia donde el poeta arrastra las palabras, casi siempre con lánguida perfección: “del otro lado del vidrio: pastan vacas negras, una línea de vacas negras como una oración quemada sobre el pasto”. Pocas veces, con un rebuscamiento pegajoso, que exagera lo entenebrecido y del que no sale del todo ileso, por ejemplo: “soy el que revientan de horror en los pulmones del niño vivo. sáquenme rápido de acá́” donde el motivo del misterio quiere ser más que una sensación, un escalofrío, pero cae en la afectación, en un ensimismamiento que se vuelve contra el propio poema.

Sobre todo: el trastorno. La impresión de que la lectura de Una, dos comadrejas produce cierto estado de angustia, de escena irreal. Algo parecido al silencio, a la inquietud de una habitación vacía. El libro nos enfrenta a una intensa pulsión escópica que cuestiona nuestra presencia en cuanto voyeur melancólico y lector oculto: “mirar es acorralar a un animal embalsamado como si todavía estuviera vivo” nos advierte Moscardi.

En ese sentido, la construcción del poemario se beneficia al concentrar la atención sobre un mismo ademán psicológico, que sostiene y repite un equilibrio carente de centros y partes, núcleos o periferias, pero sin llegar nunca a quebrarlo.

Una, dos comadrejas, como todo gran libro, instala un misterio sin respuesta; un eco iluminado desde adentro, porque como ya lo dice bien su autor: “nadie se anima
 a cerrar los párpados de unos ojos que todavía parecen estar mirando”.

De Una, dos comadrejas [Extractos]

1
y anota:
escribir es precisamente esto: abrirle la ventana a una mosca para que vaya a morir afuera

2
quieto.
algo dentro suyo se mueve como un hijo.
el peso del cuerpo cambia en el transcurso del día.
desaparece
el peso cambia
el peso.
porque en el interior del cuerpo todo se estanca o se deshace

3

a los niños les gusta matar y transmitir
su espanto a los insectos. la polilla
es el niño más pequeño de la violencia. niños que asustan con pedazos de un perro a otros niños y aprovechan lo que queda de la columna como navaja
para el degüelle.
nosotros también jugábamos a la muerte.
yo peleaba con mi hermano y me dejaba golpear
sobre el piso del garage, en silencio, disimulando
la respiración, mientras un amigo le decía a mi hermano que me había matado, hasta hacerlo llorar. entonces,
yo me levantaba y lo tranquilizaba diciendo:
el que muere, muere.

*La primera parte del libro se puede leer en línea aquí.

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